Unos bestias, unos
guarros, unos melenudos, unos machistas, una gente sin mundo interior, unos
salvajes cazadores, unos supersticiosos, unos xenófobos con otras tribus, unos
torpes pintores, unos insensibles... Eso es gran parte de lo que creemos saber
sobre nuestros antepasados prehistóricos. Gruñidos, empujones, arrebatos de ira
y una autoridad basada en la violencia física por parte del jefe, son algunos
de los rasgos que perfilan las películas sobre los hombres de las cavernas. Y
no se llevarían un Oscar a la mejor ambientación científica, si lo hubiera. Por
ejemplo en la cueva francesa de Cougnac, estudiada por José Antonio Lasheras,
director del Museo de Altamira, se ha interpretado una figura humana de cuyo
cuerpo parten líneas rectas como una escena de violencia entre personas, o
incluso de ajusticiamiento. Pero ese es el único indicio, ya que las evidencias
de violencia entre personas solo las tenemos a partir del Neolítico, cuando
comienza la producción y acopio de alimentos. La violencia desbocada o
ritualizada entre comunidades de cazadores recolectores en época moderna o
reciente es cierta y bien sabida (en el Amazonas, en las tierras altas de Papúa,
en el Chaco), pero no hay ninguna evidencia o dato científico para
atribuir esto mismo a los tiempos de Altamira, ni tampoco parecía existir una
jefatura estable. Parte de la culpa de este malentendido la tienen quizá las
películas, los libros, los videojuegos, la prensa y otros medios, que si bien
permiten llegar el conocimientos sobre nuestros ancestros de la Prehistoria al
público general, lo hacen de forma sesgada.
Un artículo científico
los definía en 2011 con bastante gracia diciendo que esos divertimentos son “viajes lowcost en el tiempo”. El
trabajo, “La Prehistoria que nos rodea y la falsificación del pasado”, lo
firmaban Marián Cueto, del Instituto Internacional de Investigaciones
Prehistóricas de Cantabria, y Edgard Camarós, del Institut Català de
paleontología Humana i Evolució Social (IPHES). En él hacían un repaso a todas
esas fuentes populares de las que bebemos los legos en la materia, para acabar
advirtiéndonos, en cierto modo, de que nos estamos atragantando. El primer gran
factor de despiste para el público general es el cronológico: la Prehistoria
abarca el Paleolítico, el Mesolítico, el Neolítico y la Edad de los Metales...
O sea, arranca nada menos que hace 2,85 millones de años hasta hace solamente
12.000. Y no solo tiene peligro generalizar sobre toda nuestra estirpe, sino
sobre los individuos. Las personas serían, como siempre, unas más templadas o
bruscas que otras, más conflictivas o menos, según el carácter y la educación,
y los intereses de cada cual. Los investigadores aún se debaten entre dos
estereotipos, exagerando hasta casi la caricatura, si nuestros ancestros fueron
heroicos y violentos cazadores o humildes y pacíficos carroñeros. Pero, como
individuos, no parecían ser más agresivos que nosotros. Aunque la cuestión de
si se dedicaban a unas actividades u otras, y de si nos referimos a cuando el
hombre era nómada o a cuando comenzó a cultivar y criar ganado, sí interviene
en la violencia entre grupos o tribus, ya que no se encuentran evidencias
arqueológicas de violencia intergrupal hasta los momentos finales de la
Prehistoria, cuando los humanos se hacen sedentarios. También tendemos a pensar
que el afán de supervivencia de la tribu dominaba sus instintos, y que eso les
conducía a una permanente alarma contra los forasteros. De nuevo, un desmentido
de los expertos: supervivencia, sí, pero siempre en términos de colaboración.
Lo que se observa son redes de intercambio, tanto de materias primas como de
conocimientos. Como ejemplos, en el primer caso se han detectado en la cornisa
cantábrica utensilios realizados en sílex procedentes de Francia y colgantes de
conchas procedentes del Mediterráneo. En el segundo caso, las pinturas
rupestres del suroeste de Europa nos hablan de un sistema de comunicación
compartido. Algo en lo que está de acuerdo el director del Museo de Altamira: ¿Amistad
y fraternidad? Es lógico pensar que fueran estas las causas de la rapidez con
que se propagaron y generalizaron ciertos progresos técnicos durante el
Paleolítico, como la aguja para coser, el propulsor para lanzar dardos, la talla
laminar del sílex y otros.
Aun así, podríamos ser
tan primitivos como para pensar que, de nuevo, sus “relaciones públicas” tenían
el fin de progresar y sobrevivir mejor, pero tampoco. Si esto fuese cierto, no
habrían podido subsistir en esa época los más viejos ni los enfermos. En términos
de supervivencia no son elementos valiosos para el grupo, pero se han
recuperado restos humanos con malformaciones y patologías que requerirían la
cooperación y la solidaridad de su entorno para sobrevivir. Y no necesariamente
eran las mujeres las que se quedaban pasando la mano por la frente a los
enfermos mientras los varones corrían detrás de los mamuts. No existe ningún
dato objetivo que lo demuestre, aunque desgraciadamente, desde la Arqueología
no podemos saber cómo era el reparto del trabajo en función del sexo, si es que
existía tal cosa. Aun así, sea cual fuere el papel de cada sexo durante la
Prehistoria, hay que valorar en su justa medida la importancia de cada
actividad: cazar no es más importante que contribuir a perpetuar la especie o
proveer al grupo de plantas, frutos y raíces, alimentos que se están revelando
como importantes en la dieta según los últimos estudios. También puede
desmentirse el tópico desde la perspectiva de José Antonio Lasheras: ¿Por qué en
libros, revistas, películas aparecen niños con las mujeres y casi nunca con los
hombres en las ilustraciones de Prehistoria? Es probable que sean apreciaciones teñidas por preconceptos.
De paso, esas preguntas
delatan una mentalidad más lúdica, sensible y artística de lo que pensábamos.
Aparte de coser, tenían tiempo para cantar: ahí están las flautas fabricadas en
hueso de cisne o buitre y en marfil de mamut en el sur de Alemania, datadas en
más de 30.000 años. Y a cuenta del arte y los abalorios rupestres (no siempre
encaminados a ritos, por cierto), revelan que recientes investigaciones plantean
incluso que los neandertales quizá decoraban sus cuerpos con pintura de ocre,
plumas de pájaro y colgantes de concha. Por eso, reclaman que hay que acabar
con el mito de que nuestros antepasados eran simples y sin un mundo interior
rico. Precisamente, la posesión de ese rincón en la mente destinado a la
imaginación y a la creación, es lo que nos hace humanos. Esa humanidad quizá
olía más fuerte que el humano actual. Pero lo cierto es que desde Altamira nos
cuentan que la suciedad es incómoda y perjudicial; la higiene es rentable,
beneficiosa, y era una práctica habitual en cualquier comunidad. Y, desde
el IPHES, Camarós añade que incluso los neandertales tenían su higiene. Usaban
palillos para mantener los dientes limpios, demostrado porque esa práctica dejó
unas marcas características en la dentadura. Y en las cuevas donde vivían y
comían no tiraban los restos de la alimentación. Esos hábitos incluían la ropa
y el pelo. Es más, la ocultación de las partes pudendas es cosa más histórica
que prehistórica, y más bien se vestían para evitar el frío, sin más. Pero
Lasheras advierte de que tampoco nos dejemos llevar por la lógica de las
temperaturas, porque los indígenas
patagones de comienzos del XX, ¡en ese clima!, iban prácticamente desnudos, cubiertos con pieles secas más
que curtidas. Sí, pieles, porque los primeros telares tardaron en llegar. Por
lo menos, sabemos que eran cavernícolas, ¿no? Pues no siempre. El Grupo de Investigación en Tipología Analítica
de la Universidad del País Vasco publicó un artículo con pregunta
incluida: “¿El hombre de las cavernas? Desmantelando un tópico”. En él, Mónica
Alonso y tres compañeros apuntaban que no es que los primitivos viviesen
exclusivamente en cavernas, sino que es más fácil que los vestigios y restos
hayan perdurado si estaban a resguardo que si yacían a cielo abierto, expuestos
a la climatología, los animales y el avance de la vegetación. Así que los
arqueólogos y paleontólogos tienden a buscar preferentemente en sitios
resguardados. Los autores del artículo ponían un ejemplo muy gráfico: “Entre
1999 y 2008 dentro del País Vasco, 88 han sido las actuaciones arqueológicas en
abrigos o en cuevas, por solamente dos en emplazamientos al aire libre”. Tanto
desmentido nos hace pensar que los primitivos e ignorantes ¡somos nosotros!
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